Escribir los recuerdos: una manera de vencer el olvido

Hay un momento, casi siempre inesperado, en que uno se da cuenta de que los recuerdos son como viejos soldados: esperan en silencio, alineados en algún rincón de la memoria, hasta que alguien los llama. Y si nadie los llama, se desvanecen sin ceremonia, como si nunca hubieran existido. Escribir los recuerdos de la niñez y la juventud es una forma de rendirles honores, de salvarlos del polvo del olvido y, de paso, salvarnos un poco a nosotros mismos.

Porque, seamos sinceros, el mundo que conocimos ya no existe. Las calles donde jugábamos a la pelota, las cocinas donde olía a pan recién hecho, los veranos eternos en que el tiempo parecía dormir la siesta… Todo eso se ha ido, o está cambiando más rápido de lo que podemos seguirle el paso. Si uno no deja constancia, ese mundo muere con nosotros. Y, al morir, se lleva consigo una parte del mapa emocional de nuestra familia, de nuestra ciudad, de nuestra época.

Escribir es un acto de resistencia contra esa desaparición. No hace falta escribir como novelista ni tener un estilo impecable; basta con la honestidad del que se sienta a dejar algo antes de que el viento se lo lleve. Las palabras, incluso torpes, son mejores que el silencio definitivo.

Los recuerdos buenos: el refugio que nos sostiene

Cuando evocamos la niñez, la memoria suele escoger primero lo amable: la risa de un amigo, la luz de las siestas de verano, el primer beso torpe y urgente. Escribir esos recuerdos es como plantar un jardín para los que vendrán después. Nuestros hijos o nietos no sabrán nunca lo que fue vivir sin teléfonos inteligentes, ni lo que se sentía correr hasta que el aire ardía en los pulmones. Pero si lo escribimos, podrán oler ese verano, escuchar el silbido del viento entre los árboles, sentir el mundo tal como fue.

Los buenos recuerdos tienen algo de bálsamo. Cuando uno los revive con la pluma o el teclado, no solo los rescata para otros: los vuelve a vivir. La memoria, en su generosidad, nos permite viajar en el tiempo sin pedir permiso. Y escribir ese viaje lo hace más nítido, más sólido, casi inmortal.

Los recuerdos malos: fantasmas que merecen nombre

Pero no todos los recuerdos son dulces. Están también los otros, los que duelen. La infancia y la juventud son territorios donde, a veces, habitan miedos, humillaciones, pérdidas. Y uno podría preguntarse: ¿para qué escribirlos? ¿No es mejor dejarlos pudrirse en el silencio?

No siempre. Hay un poder casi terapéutico en darles forma a esos fantasmas. La psicología moderna lo confirma, y la literatura lo demuestra desde hace siglos: nombrar el dolor lo reduce, lo domestica. Hemingway, con su estilo seco y preciso, lo sabía bien: lo que no se dice nos devora por dentro; lo que se escribe encuentra su lugar en el mundo.

Además, los recuerdos difíciles son parte de nuestra historia. Omitirlos es dejar incompleta la memoria que queremos legar. Porque la vida, como una buena novela, no está hecha solo de luces, sino también de sombras. Y a veces son esas sombras las que hacen que la luz valga la pena.

Un diálogo entre generaciones

Dejar los recuerdos escritos es tender un puente entre generaciones. Quizá nuestros nietos nunca nos pregunten cómo era nuestra vida antes de internet, antes de que todo se midiera en likes y pantallas. Pero si encuentran nuestras palabras, podrán entrar en ese mundo perdido. Sabrán que existió una época en que los juegos se inventaban con un palo y una piedra, que había silencios en la noche sin el zumbido de los electrodomésticos, que las conversaciones eran largas y las cartas tardaban semanas en llegar.

Escribir recuerdos es, en el fondo, una declaración de amor: a quienes fuimos, a los que vendrán, y a la propia vida, que merece ser contada con sus altos y bajos.

Cómo empezar

No hace falta un plan perfecto. Basta un cuaderno y un rato de silencio. Empiece por lo primero que le venga a la mente: aquel día que se cayó de la bicicleta, el olor de la sopa de su abuela, la voz de su padre llamándolo a cenar. Esos detalles pequeños, que parecen insignificantes, son los que dan carne y hueso a la memoria.

No se preocupe por el orden ni por la gramática. Lo importante es dejar que los recuerdos salgan como quieran. Con el tiempo, quizá se dé cuenta de que escribir se ha vuelto un hábito. Y entonces descubrirá que la memoria, mientras se la atienda, es un animal fiel.

El legado invisible

Cuando escribimos nuestros recuerdos, no solo estamos dejando una herencia a otros: nos estamos dejando algo a nosotros mismos. Un testimonio de que existimos, de que caminamos por este mundo, de que amamos, reímos y sufrimos. Perez-Reverte suele decir, con ese tono de corsario que le pertenece, que lo único que queda de nosotros son las historias que alguien recuerda o cuenta. Si no se cuentan, se pierden. Hemingway, más seco y letal, habría asentido en silencio.

Así que escriba. Por los que vendrán, por los que se fueron, y por usted mismo. Escriba para que el mundo que conoció no muera del todo. Escriba para que, cuando ya no esté, sus recuerdos sigan respirando en algún cuaderno, libro o archivo digital, esperando que alguien los lea y sonría, o llore, o simplemente sepa que usted existió.

“…Porque toda vida es una buena historia. Y toda buena historia merece ser conocida….”

Compartir

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *